No es que quiera ser especialmente repetitiva,
en serio, pero así como ayer fui al MoMA, hoy me dio por ir al museo Guggenheim
que es un edificio que utiliza la excusa de ser museo para que la gente en general
admire su arquitectura (es una suerte de galería gigante dividida en ramplas
que bajan, o suben, en forma de caracol) y que presenta en su mayoría arte
moderno (muy moderno para mi gusto) y tiene dos habitaciones en donde se
presenta arte moderno más clásico como Van Gogh, Picasso y un descubrimiento
que hice de un artista Camile Pissarro que me gustó mucho.
Antes de seguir, al César lo del César y
aclarar que pude ver muchas obras más de Kandinsky, de quien ayer dije que
hacía poco más que rayas en sus cuadros, y asumo que el juicio fue apresurado.
No es que lo que vi hoy sea lo más Oh My God que he visto desde el punto de
vista de los cuadros, pero si mucho, mucho mejor que lo de ayer. Hasta tendría
un Kandinsky en mi casa.
La cosa es que hoy en el Guggenheim no había tanto cuadro como
“escultura”. Nuevamente las comillas no las utilizo de manera
necesariamente ofensiva, sino que casi como una duda. Las esculturas del
museo en cuestión consisten básicamente en pedazos de autos chocados (aunque creo que
una está construida a partir de un refrigerador aplastado) pintados y
ensamblados todos juntos de manera amorfa y que son denominados con un nombre
imaginativo que no le calza en absoluto pero ahí está. Por ejemplo había un
grupo de chatarra amorfa pintada de negro que llevaba de título “Marilyn
Monroe” y otro grupo de chatarra (que si no me equivoco era un tambor como de
basura o de miel aplastado como acordeón) pintado de rosado que se llamaba “El
beso” o algo parecido.
Se que involucra algún trabajo el ir a buscar
chatarra, pintarla con una máquina spray y luego ensamblarla de alguna manera
que nunca estuvo pensada, pero de ahí a que alguien que asumo yo conoce de arte
se trague que es una obra maestra, hay un gran paso.
Ni siquiera me voy a poner a hablar de las
esculturas hechas de esponja.
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